En esa casa se quedaron pedacitos de mi infancia: risas en los rincones, garabatos en la mesa del salón, sonrisas en las ventanas.
Acostumbré mis ojos a los colores, aunque no los tuve que acostumbrar, nacieron con ellos y en ellos se quedaron. Era una casa que daba al campo, a un campo que a mí se me antojaba el final del mundo aunque al lado estuviera la carretera y a pocos kilómetros el pueblo de Nerja. Pero ese campo sabía y olía a sueños perezosos, a flores sin cortar, a maleza rica y espesa que me hacía cosquillas cuando salía a andar. Y el color nunca se iba y las risas jamás se iban. Y la luna siempre era la guardiana del lugar, alumbrando por la ventana, mientras dibujaba y escribía cuentos con Atenea y Julia. Y era la casa de los disfraces, de las estrellas pegadas a la piel, de las varitas mágicas. Allí pasé veranos inolvidables. Y algo de mí se quedó siempre ahí. Sigo coloreando, disfrazándome, corriendo por los campos. Sigo de colores, sigo Campanilla. Peter Pan, puede esperar.
sábado, 19 de febrero de 2011
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Creo que todos tenemos una casa que añorar... pero tú lo describes de tal manera que se me apetece ir corriendo a disfrazarme, con una varita mágica, a dibujar cuentos, a oler flores y sueños y mancharme de colores...
ResponderEliminarGracias!
Muchísimas gracias Anna por tus comentarios. Me alegra saber que la kasa de karmen te haya sugerido tantas cosas bonitas.
ResponderEliminarUn abrazo siempre coloreado,
Laura Garabata.